A lo largo de varias décadas, el estado de Michoacán ha sido clave para implementar distintos modelos de militarización que sirvieron para apaciguar tanto conflictos políticos como de seguridad. Esta es la historia de cómo los planes del Gobierno federal convirtieron a esta efervescente entidad de la república mexicana en el núcleo de la llamada “guerra contra el narcotráfico”.
Fotografías: Rodrigo Caballero
Michoacán, México. – Ingobernable, convulso, efervescente, foco rojo, violento, politizado, polarizado, dinámico y rebelde son algunos de los adjetivos con los que siempre se describe al estado de Michoacán, ubicado en el centro de la república mexicana, a menos de cien kilómetros de la Ciudad de México.
Todas estas características, derivadas de una profunda historia de resistencia y desigualdad que nunca fue atendida por el Estado, le dieron a este territorio –conformado por 113 municipios, cinco regiones con una amplia diversidad de climas y ecosistemas, y 58 mil kilómetros cuadrados de territorio– un halo de caos y violencia perfecto para justificar varios modelos de militarización desde mediados del siglo XX.
El 11 de diciembre de 2006, esta entidad alcanzó fama internacional cuando el expresidente, Felipe Calderón Hinojosa, ordenó un despliegue policiaco y militar de poco más de siete mil elementos de fuerzas federales, iniciando un conflicto –que no parece tener fin–, conocido como “guerra contra el narcotráfico”.
El entonces mandatario –originario de la ciudad de Morelia, capital del estado– intervino militarmente apenas un par de semanas después de tomar el cargo como presidente de la república. Hasta la fecha se mantiene la controversia en torno a las verdaderas intenciones de Calderón al comenzar así su periodo de seis años en el cargo.
Agenda secreta o no, lo que sí sabemos es que el manotazo presidencial de Felipe Calderón seguía una larga tradición de intervenciones federales y uso de las fuerzas armadas con la intención de apaciguar las aguas, en un estado que constantemente hierve en conflictos políticos y de seguridad.

El narcotráfico como bandera política
Todos los despliegues de tropas en Michoacán se hicieron bajo la premisa de contener la violencia y aprehender a los delincuentes que la generaban. Esta dinámica comenzó contra los marihuaneros de la década de los cincuenta y continúa actualmente en contra de los cárteles de la droga. No se puede negar, sin embargo, un trasfondo político.
Así lo piensa el profesor investigador Salvador Maldonado Aranda, quien hizo un recuento de las cuatro intervenciones militares que se han dado en Michoacán, las cuales, además de formar parte de la historia moderna del estado, no tienen precedentes en ninguna otra entidad federativa.
“Michoacán no es propiamente ‘el laboratorio’ de políticas de seguridad en México, pero sí ha sido un lugar donde se han implementado varias estrategias de seguridad que han tenido la intención de enfrentar cuestiones de violencia de muy larga data”, aclaró el investigador.
Durante una entrevista en las instalaciones del Colegio de Michoacán (COLMICH), el doctor en antropología y experto en temas de seguridad en el estado detalló que todo comenzó en 1959, durante la presidencia de Adolfo López Mateos.
“Fue la primera estrategia del Gobierno federal que utiliza al Ejército mexicano, de acuerdo con lo que hemos visto en el archivo histórico, con un batallón que estaba integrado por seiscientos cincuenta miembros, para intervenir en contra del narcotráfico”, aseguró Salvador Maldonado.
Esta operación –de acuerdo con los datos del investigador– tenía una doble finalidad: la primera era combatir el crecimiento de los cultivos ilícitos de amapola y marihuana, sobre todo en la región conocida como Tierra Caliente, ubicada en el sur del estado. La segunda, inhibir los distintos conflictos políticos de la época derivados de los movimientos campesinos tras las promesas incumplidas desde la Revolución Mexicana.
Este doble propósito, uno político y uno de seguridad, continuó presente en cada uno de los operativos que se desarrollaron en las siguientes décadas, debido a las constantes movilizaciones sociales que se dieron en Michoacán, donde las demandas de seguridad, tierra, salud, educación, trabajo y justicia social son piedras angulares de la vida diaria.

La entidad gestó y todavía alberga una gran variedad de movimientos estudiantiles, magisteriales, sindicales, guerrilleros, campesinos, católicos, empresariales, indígenas, conservadores, liberales, de derecha y de izquierda que abonan a su fama de caos e ingobernabilidad.
“Lo que tenemos, más allá de la supuesta ‘ingobernabilidad’, es un espacio sumamente heterogéneo y contrastante que alberga tradiciones políticas e ideológicas que son formas de reivindicación de sus derechos y sus reclamos. Hay que aclarar que el término “ingobernabilidad” corre la tentación, y los políticos lo saben muy bien, de criminalizar gran parte de las demandas justas que tiene la población. Estos términos propagandísticos y sensacionalistas ocultan toda una realidad extremadamente compleja”, señaló Maldonado.
Herramienta de legitimación presidencial
La siguiente intervención ocurrió en 1988, bajo el mandato del recién nombrado presidente, Carlos Salinas de Gortari, quien desplegó a los militares para volver a combatir al narcotráfico en medio de otro ambiente extremadamente politizado.
Gortari llegó sumamente cuestionado a la presidencia, tras la infame declaratoria en cadena nacional de una presunta “caída del sistema”. Fue acusado de cometer fraude electoral debido a su supuesta implicación en el mal funcionamiento del Sistema Nacional de Información Político Electoral (SNIPE).
Las movilizaciones sociales colmaron todo el país, especialmente en Michoacán, lugar de origen del candidato de oposición Cuauhtémoc Cárdenas, y del naciente Frente Democrático Nacional (FDN), así como de muchos movimientos sociales en contra del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Todos sumaron esfuerzos para intentar acabar con la hegemonía del partido de Estado y sus casi setenta años en el poder.
“Michoacán es considerado un espacio rebelde, insumiso, por el gobierno federal”, dijo Maldonado, quien considera esta característica como una de las claves para que tantos gobiernos intervengan militarmente en la entidad.
Así llegamos a diciembre de 2006, al momento en que Felipe Calderón –también bajo la sombra del fraude electoral en los comicios federales– arrancó con el Operativo Conjunto Michoacán: un nuevo despliegue de militares y policías federales con la intención de reducir la violencia del crimen organizado. Así comenzaba oficialmente la guerra contra el narcotráfico. Siguiendo un posible guión, los soldados intervinieron nuevamente en un Michoacán con una gran base social en favor de los partidos opositores de izquierda, una de las características más recurrentes de este territorio.
“No es solamente la oposición en contra del régimen, sino en defensa de los derechos políticos. En esa defensa de derechos no cuentan solamente los derechos político-electorales, sino también los de acceso a la dignidad, a la justicia, a las necesidades básicas. Es un territorio que ha sufrido injusticia sistemática, de ahí la complejidad del terreno”, apuntó el investigador del COLMICH.

La diferencia entre invadir y gobernar
Tras décadas de intervenciones militares en distintas regiones de Michoacán, entre las que destacan la Meseta P’urhépecha, la Sierra-Costa y Tierra Caliente, la población se formó una imagen colectiva de lo que es el gobierno y sus representaciones, identificándolos únicamente con el ejército.
Comunidades enteras del estado nunca habían tenido acercamiento con las autoridades antes de que llegaran las patrullas del Ejército mexicano. Su primera impresión fue la de batallones de soldados que llegaban, aparentemente, a combatir a los narcotraficantes, sin objetivos claros y con un largo historial de violaciones a los derechos humanos.
A diferencia del Gobierno federal, es decir, de los batallones militares, alejados del terreno y visto cuando había enfrentamientos y balaceras, los grupos delincuenciales estaban conformados por vecinos de las localidades, que muchas veces ayudaban a resolver parte de los conflictos que el Estado nunca se interesó por atender.
Así lo piensa Adán García Cervantes, periodista michoacano desde 1994 y actual director general del portal de noticias Primera Plana, quien ha visto de primera mano cómo los grupos delincuenciales formaron una base social en la entidad y se arraigaron en el territorio que los gobiernos municipales, estatales y federales dejaron abandonado.
“Michoacán ha sido muy tentador para diferentes gobiernos que han buscado desde aquí lanzar estrategias en materia de seguridad, por las características propias de la delincuencia organizada que tenemos. Es una delincuencia que ha logrado gestar una fortaleza y una base social que pocas veces se ve en otros estados del país”, aseguró el periodista.
Además del desinterés de las instituciones y la falta de apoyo para resolver problemas endémicos de la región, el carácter punitivo de los despliegues de militares y fuerzas federales minó la confianza en el gobierno y generó simpatía por estos otros actores.
“Hemos sido cuna de los cárteles más violentos que ha tenido el país. Aquí nació el Cártel de los Valencia, después convertido en Cártel Milenio; aquí surgió la Familia Michoacana, luego Los Caballeros Templarios; de aquí es originario Nemesio Oseguera, líder del Cártel Jalisco. Todos estos elementos nos colocaron en el centro del mapa delincuencial del país”, detalló García Cervantes.
A pesar de la llegada de miles de soldados y marinos y los constantes operativos de vigilancia, patrullajes por carreteras, caminos, así como la instalación de bases militares y policiacas, puestos de avanzada y retenes carreteros, Adán García consideró que la profunda desconfianza de la población y la complejidad del conflicto han hecho fracasar los intentos por pacificar la entidad.
“A mí me tocó estar ahí en Apatzingán, –relató el director de Primera plana– cuando llegó Felipe Calderón ataviado en su casaca militar, que le quedaba grande, y su gorrita. Fue inspiración de los moneros, quienes lo dibujaron de esa manera; contrastaba la figura pequeña del expresidente con el tamaño de esa ofensiva que también le quedaba grande”.
A pesar de las críticas sobre esta estrategia de militarización, García Cervantes subrayó que, en su opinión, era necesaria la implementación de medidas drásticas de combate a la delincuencia, debido a la influencia que los grupos de la delincuencia organizada alcanzaron entre 2006 y 2012.
“En mi experiencia creo que sí se justificaba plenamente, creo incluso que el Gobierno de la república se tardó en realizar operativos encabezados por militares; las policías locales, municipales habían quedado completamente avasalladas, habían sido contaminadas o simplemente sustituidas por los grupos criminales”, concluyó Adán García.

Manual para desmovilizar a la población
Casi veinte años después de iniciada la guerra contra el narcotráfico, la violencia en Michoacán no se detuvo y el país terminó envuelto en una espiral que hasta el momento suma casi quinientas mil personas asesinadas, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI).
Además, según cifras oficiales recopiladas por el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), en el país hay un poco más de 132 mil personas desaparecidas y, tan solo en 2024, hubo al menos 28 mil 900 personas desplazadas a causa de la violencia, según registra el reciente informe del Programa de Derechos Humanos de la Universidad Iberoamericana.
En 2013, luego de años de violencia y violaciones de Derechos Humanos en Michoacán, apareció un nuevo actor social que tomó el control de casi la mitad del territorio estatal y amenazó con disolver los poderes municipales, estatales y federales: los grupos de autodefensa.
Este grupo heterogéneo albergó distintos actores sociales, entre ellos empresarios, comunidades indígenas, activistas sociales e, inclusive, criminales, excriminales y también miembros activos e inactivos de las fuerzas armadas. Constituyeron una manera de combatir directamente a los grupos de la delincuencia organizada.
Su surgimiento y rápida expansión provocó que el entonces presidente, Enrique Peña Nieto, decretara la creación de la Comisión para la Seguridad y el Desarrollo Integral de Michoacán, que de facto sustituyó los poderes del gobierno del estado e instaló la figura plenipotenciaria del comisionado, Alfredo Castillo Cervantes. El nivel de poder que obtuvo con su cargo le mereció el apodo de “El Virrey”.
En el 2014, esta comisión desarticuló a las autodefensas, ya fuera integrándolas a las nuevas policías municipales, desmovilizándolas o combatiéndolas directamente. Concluyó así otro período de intervención federal en Michoacán, donde la militarización sirvió para romper modelos de organización social que cuestionaron –al menos en un inicio– la autoridad del Gobierno federal.
Esta fue la quinta vez que las instituciones federales tienen que poner tropas en territorio michoacano en medio de contextos sumamente politizados y donde uno de los objetivos de las autoridades es, nuevamente, sofocar el reclamo de la sociedad civil.
Durante toda la larga historia de manifestaciones populares, la respuesta del Gobierno federal ha sido “el control de la población y no la atención de sus demandas», aseguró el profesor investigador Salvador Maldonado Aranda.
“No es que Michoacán sea ‘el semillero’ de la movilización social, lo que pasa es que hay dos constantes: la primera es que, viéndolo en un largo plazo, ha habido muchas formas de organización en diversos niveles y en todas las regiones del estado, con una enorme capacidad de movilización social derivada de luchas por reivindicación de todo tipo de derechos”.
“La segunda es una gran memoria histórica, la construcción sistemática de una memoria histórica, con la que los pueblos crean sus propios mecanismos para que sus demandas se mantengan por muchos años, con modelos de organización muy heterogéneos fundamentados en valores de lo más variado”, concluyó el investigador.






