Siete mujeres del río Lagartos, Yucatán, han confrontado los estereotipos de sus familias, su comunidad e, incluso, los propios, para establecer un proyecto de acuacultura de ostión como parte de la cooperativa Ría Mar. Para ellas, es una opción a la sobrepesca de la región, pero también un camino para reconciliar, reivindicar y visibilizar su relación con el mar.
Fotografías: Lilia Balam
Yucatán, México.- Despacio y cuidando una lesión de su pierna, doña Guadalupe Alcocer, de 57 años, avanza sobre el muelle frente al Hotel Perico Marinero, en la punta del río Lagartos. Baja con cautela de la lancha Ivanna que, después de navegar durante media hora entre agua clarísima, flamencos y garzas blancas, la deja a ella, y a cinco compañeras y compañeros de la cooperativa Ría Mar –con sus nietas e hijos–, en el punto donde no solo construyen su solución a la sobrepesca de la zona: también revalidan su papel como trabajadoras del mar.
Es el sitio donde cultivan ostión desde 2020, como primera cooperativa mixta de río Lagartos, única en el estado de Yucatán. Después de una fase de investigación que tomó dos años y de obtener un Permiso para Acuacultura de Fomento otorgado por la Comisión Nacional de Acuacultura y Pesca (CONAPESCA) al proyecto productivo comunitario, decidieron establecerse en respuesta a la sobreexplotación pesquera al oriente de Yucatán. Por el mismo motivo, en 2017, fue creada la cooperativa por cuatro pescadores se cansaron de salir a altamar sin capturar nada y pensaron en criar especies marinas para tener un ingreso seguro con el cual proveer a sus familias.
Aunque al inicio la cooperativa, bajo el nombre de Pepineros de Río Lagartos, estaba integrada por ocho hombres y siete mujeres, conforme atravesaron procesos para hacer más sólido su trabajo, ellas tomaron otro papel que confronta sus propios estereotipos, los de sus compañeros de trabajo, sus familias y hasta los de su comunidad.

‘El mar es de hombres’ y otros mitos
Desde la fase de pilotaje del proyecto, la cooperativa ha atravesado toda clase de situaciones. Por ejemplo, durante la investigación trabajó con apoyo de la Secretaría de Pesca y Acuacultura Sustentables de Yucatán (SEPASY), de la mano de especialistas en biología marina, pero sin remuneración.
Entonces, al terminar la fase de investigación, cosechó dos toneladas de ostión. Inspectores de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (PROFEPA) intentaron decomisar el producto, hasta que la cooperativa explicó que se trataba de un estudio. Fue entonces cuando se le indicó que debía tramitar el permiso.
Le tomó alrededor de un año obtenerlo. Mientras tanto, se dividió la mercancía obtenida entre las y los socios, quienes vendieron al menudeo, sobre todo en Quintana Roo y Yucatán. También observaron tiempos de congelación y probaron distintas recetas para saber cómo aprovechar el producto.
En ese tiempo, obtuvieron un financiamiento de la SEPASY para adquirir infraestructura y cubrir los gastos de la autorización que finalmente consiguieron para cultivar ostión americano y nativo, callo de hacha, corvina, pargo y algas durante cinco años, en un polígono de diez hectáreas ubicado “en el limbo”, entre el área estatal y la federal.
Con todos los cambios, las mujeres comenzaron a tomar papeles más activos en la cooperativa. Sin embargo, en aquel entonces, en palabras de Aurelia Perera, una de las socias, la población del puerto “tenía la mentalidad muy cerrada” y los socios empezaron a atacar a sus compañeras.

“Nosotras sufrimos mucho, sobre todo las que queríamos meternos en temas como la parte administrativa. Nos decían que somos unas chiquitas, que no vamos a saber más que ellos, porque ellos tienen muchos años y experiencia de otras cooperativas más grandes y de puros varones. Nos decían que el mar es de pescadores. Y los pescadores son hombres. Y nosotras somos pequeñas”, recuerda Aurelia.
A ella, por ejemplo, le asignaron administrar la banca móvil de la cooperativa, por sus conocimientos administrativos, pero le ponía muy nerviosa tener esa responsabilidad, por temor a que algo saliera mal, “no porque no lo pudiera administrar, sino porque soy mujer, joven y mamá sola”, comenta.
Pero las mujeres de la cooperativa se esforzaron. Las que tenían estudios universitarios pusieron sus conocimientos al servicio de la agrupación. Eso motivó a las demás a hacer lo mismo y comprometerse cada vez más.
A la par, comenzaron a detectar conductas de sus compañeros que las hacían sentir excluidas. Por ejemplo, cuando minimizaban sus opiniones o se comportaban como si sus voces y votos no valieran dentro de la cooperativa, “como si simplemente fueran para rellenar una lista”.
Los resultados del trabajo las impulsaron a no quedarse calladas: “Nos dimos cuenta de que trabajábamos más que los hombres, más que aquellos que se quejaban de que no estábamos haciendo bien las cosas, cuando en realidad sabíamos que se estaban haciendo bien, hasta los mismos biólogos nos respaldaban”, señala Aurelia.
Por eso, cuando gestionaron el permiso, también empujaron la creación de un reglamento interno con cláusulas respecto al trabajo de las mujeres, y luego impulsaron que fuera validado en el Registro de Comercio. Además, se rebautizaron: sacaron un registro de marca para Ría Mar, que es propiedad de la cooperativa. Después, dos mujeres se integraron al Consejo Administrativo.
Aunque el proyecto avanzó y ya estaba más estructurado, algunos de los integrantes se negaban a aceptar los cambios creados para valorar por igual el trabajo de mujeres y hombres. Las discusiones y enfrentamientos empezaron a detener a la cooperativa, por lo cual las socias pusieron un ultimátum: o sus compañeros se acoplaban a las reglas o dejaban la agrupación.
“Se decidió al final por la exclusión. Fue tan fuerte porque prefirieron perder todo el tiempo de trabajo que habíamos pasado a adaptarse a reglas legalmente bien estipuladas. No era que nosotras quisiéramos exagerar nuestro valor y denigrar a los varones: queríamos algo equitativo para ambos”, detalla Aurelia.

Actualmente diez personas conforman la cooperativa: siete mujeres y tres varones. En opinión de Aurelia, las cosas marchan mejor. Ya no es raro que ellas tomen decisiones o sus opiniones sean solicitadas. Los varones que forman parte de este proyecto ya no las tratan como si “fueran relleno”, sino que confían en sus labores y están dispuestos a hacer equipo.
Las acuicultoras no solo enfrentaron los estereotipos al interior de la cooperativa. Por ejemplo, el padre de Aurelia y presidente de la cooperativa, Daniel Perera, pasó de pensar que las mujeres debían limpiar la casa, barrer y tener un hombre que les proveyera a involucrar a sus hijas en todos los procesos, delegarles tareas y buscar su opinión y conocimientos para tomar decisiones.
En el resto de la comunidad no ha sido tan sencillo: siguen recibiendo ataques por parte de pescadores que se resisten a reconocer el aporte de la acuacultura a la comunidad y que no consideran a las mujeres de la cooperativa como trabajadoras del mar. Apenas hace dos meses, en una reunión organizada por el gobierno federal para presentar sus programas, un hombre le gritó a Aurelia “Cállate, tú no eres pescador”.
“Yo me volteé y traté de decirle educadamente que no era pescadora, pero que también pasaba muchas horas en el mar, como él. Me dijo que el mar es de pescadores y que lo que nosotras hacemos no es lo mismo que pescar. Yo le contesté que siempre trabajamos con especies marinas, estamos bajo el sol, vamos y regresamos a la misma hora, hasta comemos lo mismo, ¿por qué somos diferentes?”, cuestiona Aurelia.
Ella sabía que esa respuesta resonaría: a los pocos días sus compañeras de la cooperativa se enteraron y no solo admiraron que se atreviera a defender su trabajo, sino que no estuviera dispuesta a tolerar faltas de respeto. Eso contagió a las demás, quienes, al encontrarse en situaciones similares, también alzaron la voz.
Así mismo, comenzaron a participar en otras actividades de las que antes no se atrevían a formar parte. Cada vez reconocen más sus capacidades y habilidades. Ha sido tanta su huella que ya conocen a otras cooperativas y colectivos que quieren hacer acuacultura de ostión. Esta noticia las alienta a seguir, pues es una oportunidad de compartir conocimientos y experiencias con nuevas personas. Eso sí, les advierten que el camino parece sencillo, pero es largo.
Esto toma especial relevancia en un estado donde apenas el 1.16% de las personas dedicadas al trabajo de mar son mujeres: de acuerdo con el padrón de la SEPASY, de las 12 382 personas que trabajan en la pesca, 143 son mujeres. La mayoría se encuentran en los municipios de Progreso, Celestún, San Felipe, Hunucmá y por supuesto, Río Lagartos.

Acuacultura: docilidad, paciencia, fuerza y perseverancia
En la opinión de Aurelia, la acuacultura es un trabajo dócil que cualquier persona puede hacer, pero también implica grandes esfuerzos, tanto físicos como económicos y mentales. “Muchos denigran la actividad porque participan muchas mujeres, nos juzgan demasiado, pero es por la ignorancia. No saben lo que implica. La acuacultura es para todas las personas, no es para un género específico, edad o condición”, precisa.
En la cooperativa, cada ciclo comienza con la compra de semillas a un laboratorio ubicado en el estado de Tabasco. Cada paquete cuesta alrededor de cien mil pesos. Les puede tomar hasta diez meses completar el ciclo, y a pesar de los altos costos y la falta de ingresos, las socias y socios continúan invirtiendo de su propio bolsillo.
Además, las jornadas de trabajo son largas. Tardan treinta minutos en llegar en lancha a la zona de cultivo, donde pasan ocho horas sacando a los ostiones de sus cajas para cepillarlos y quitarles parásitos, levantando bitácoras de tamaño y cantidad, verificando su temperatura y la del agua, el pH (potencia de hidrógeno), cerciorándose de que no haya especies invasoras (como los caracoles) o depredadoras (como las estrellas de mar o los pulpos), limpiando y acomodando las cajas para que no se tapen y los ostiones se puedan seguir alimentando. Realizan estas tareas, entre otras, para garantizar la calidad del cultivo.
Para el investigador especialista en acuacultura de la Unidad Sisal de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Manuel Valenzuela, entre los beneficios de la acuacultura se encuentra la disminución de riesgos físicos para las personas trabajadoras, pues no requieren bucear ni exponerse al mal tiempo en altamar, ellas regulan los horarios y condiciones de trabajo. Doña Guadalupe es el ejemplo: tan pronto baja a la playa a trabajar, pareciera que su lesión queda en el olvido, mientras se desliza hábilmente entre las olas.

Por supuesto, la acuacultura tiene detractores, a consecuencia de prácticas inadecuadas, como el uso de antibióticos o la tala de mangle, registradas en algunas partes del mundo. Eso no significa que no se pueda hacer acuacultura de manera responsable y con el menor impacto ambiental posible. De hecho, este tipo de cultivos son los fomentados porque, si se detecta el uso de antibióticos en los productos, no se les certifica.
Los ostiones son económicamente importantes, pues los moluscos son la segunda especie que produce más dinero, de acuerdo con el investigador Manuel Valenzuela. En Yucatán se generaron 1 052 toneladas de producción acuícola en 2023, el 3 % de la producción total pesquera del estado (de 38 mil 952 toneladas), de acuerdo con el Anuario Estadístico de Acuacultura y Pesca 2023 de la CONAPESCA.
El fomento a la acuacultura, a su vez, es una manera importante de involucrar a las mujeres en estas tareas que históricamente las han rechazado, explicó Valenzuela. Por ello, en marzo de este año, la UNAM organizó una reunión de acuicultoras yucatecas, ya que “es un grupo que está silenciado, que trabaja mucho pero como que no existe. A pesar de que estadísticamente las granjas están registradas por hombres, son administradas por mujeres”.
Hoy, Ría Mar comienza a vender sus primeros ostiones. Ya cuenta con permisos, marca registrada e infraestructura para facturar. Sus productos destacan “por el sabor, la textura firme y su belleza, fruto de un cultivo respetuoso con el medio ambiente”, precisa Aurelia.
El sueño de las socias es que en unos años logren aprovechar las diez hectáreas que les asignaron y cultiven todas las especies que les han autorizado. Más adelante, quizá podrán abrir un restaurante con sus productos, un centro de artesanías o, incluso, organizar tours para que las personas conozcan de cerca las labores acuícolas y sepan que el mar no es solo de pescadores.
“Mi relación con el mar ha cambiado. Si antes lo sabía, ahora estoy segura de que el mar no es de hombres. Yo también trabajo ahí, a lo mejor con actividades diferentes a un pescador, pero ¿por qué eso sería más importante? Ellos están quitando peces, incluso dejando al mar sin peces. Nosotras ofrecemos una posibilidad que puede traer muchos más beneficios”, asegura una sonriente Aurelia.






