Participar en las fiestas tradicionales, como el Tolosanto, la celebración yoeme del Día de Muertos, es uno de los modos más efectivos para reforzar el tejido social de la comunidad y sacar a la juventud de las drogas. Esto se hizo notorio cuando una comunidad de yaquis exiliados al sur del país por Porfirio Díaz regresó a Sonora y se asentó en Hermosillo. Su arraigo con la tradición originaria ha fungido, por casi cien años, como una alternativa a la criminalidad.
Fotografías: Alberto Duarte
Sonora, México.- El culto al venado a través de la danza es un rasgo distintivo de la cultura yoeme, la de los yaquis, nación originaria del noroeste de México; expresa su relación con el monte, al que defienden desde hace siglos contra todo invasor, mexicano o extranjero. En un barrio al oriente de Hermosillo, la fiesta también funge como antídoto para la criminalidad.
El barrio se llama Coloso Bajo, se encuentra entre cerros y, fundado por yaquis en 1930, cuenta una historia de violencia originada por la modernización del país y sostenida por la compraventa de drogas, lo que se traduce en asesinatos que las instituciones mexicanas están lejos de atender. Frente a este panorama, las raíces culturales de los pobladores y pobladoras se comportan como salvavidas.
Celebración del Día de Muertos: historia de un pueblo
El Día de Muertos es una de las celebraciones que la comunidad yoeme del Coloso Bajo erige como antídoto a la violencia. Julio César Valenzuela Álvarez, gobernador de la comunidad, cuenta cómo se realiza:
“En el Día de Muertos se hace una ceremonia. Se coloca el alimento que se ofrenda a los difuntos en una mesa. Ponemos fruta, atoles y todas las comidas tradicionales que quieran ponerle. Se hace el rezo y, cuando termina, toda esa comida se reparte entre oficiantes: el mestro, el que reza el rosario; las cantoras, las que hacen las alabanzas; y las bandereras, las que hacen la bendición cuando se persignan…”.

Mientras los oficiantes visitan casa por casa múltiples altares durante la noche, a partir de las 20:00, en el centro ceremonial, frente a la Iglesia de los Danzantes, comienza la Danza del Venado. Es realizada por una mezcla de personas jóvenes y mayores, unas yaquis de origen y otras mestizas, atraídas por la liturgia.
Al llegar al Coloso Bajo y preguntar por Julio para pedirle una entrevista, el primero en ayudarme fue Manuel, un hombre que se dedica a vender hortalizas, sandías y otras frutas en el perímetro del espacio ceremonial de la comunidad yoeme.
El comerciante me dirigió hacia la Iglesia de los Danzantes, donde encontraría al gobernador, pero antes se detuvo a contarme que su hijo, de dieciséis años, aprendió a tocar el violín y otros instrumentos para participar en las fiestas. A pesar de que no es yaqui de origen, desempeña un oficio.
La repartición de la comida de los altares es un punto clave para la comunidad inmersa en condiciones de pobreza propiciada, entre otras cosas, por la violencia antes mencionada. El origen de los alimentos, por lo general, se encuentra en la limosna que los jóvenes piden al exterior de varias iglesias de la ciudad antes de las celebraciones. Esto también forma parte de la tradición yoeme desarrollada en la urbe. La forma que tiene la comunidad de adaptar y fusionar sus raíces, para existir en una de las zonas más profundas de la ciudad, también da cuenta de la historia de su fundación, de la supervivencia de un pueblo cercenado.
El gobernador recuerda que es descendiente de yaquis sacrificados, enviados por Porfirio Díaz a Yucatán para llevar inversión extranjera a Vícam y otras latitudes, y así explotar la riqueza de la tierra. El episodio, sucedido en la primera década del siglo XX, marcó la historia de los pueblos originarios que se ubican en lo que hoy es Sonora, y vino tras décadas de la Guerra del Yaqui, ocurrida a partir de 1870, en la que se enfrentaron los yoemes contra el Gobierno mexicano que pretendía despojarles de su territorio ancestral.
“Mi abuelo era mestro y mi abuela era cantora y curandera. Los abuelos son los que anduvieron por allá, en Yucatán. Mi papá (nacido en Tlaxcala durante el viaje de su familia al exilio) se regresó para Hermosillo. No se quedaron en los pueblos porque en ese tiempo se los llevaban con engaños, y mejor se vinieron directamente para acá (porque temían que volviera a suceder)”.
Raquel Padilla Ramos, quien fuera antropóloga e historiadora, expuso el sentido de esto en su tesis de licenciatura, cuyo examen presentó en febrero de 1993 con el título Yucatán, fin del sueño Yaqui. El tráfico de los Yaquis y el otro triunvirato.
La joven investigadora demostró entonces que la palabra “sacrificio” no era retórica, sino que estaba en el centro de la política desarrollista de Porfirio Díaz. En agosto de 1877 el ministro de Fomento, Colonización, Industria y Comercio de la República Mexicana expuso, en una circular enviada a los Estados Unidos, lo que para Raquel “ejemplifica perfectamente el pensamiento y las intenciones del gobierno de Díaz”, como apunta en su texto.
“(…) Hoy se encuentra la República Mexicana en una situación propicia para nuevos esfuerzos. La paz se halla restablecida en toda la extensión del territorio; las corrientes de inmigrantes que antes se dirigían a otros países, se han suspendido o han disminuido en su importancia; los capitales disponibles no encuentran fácil y productiva colocación, y por último, el gobierno actual se halla animado de las mejores intenciones sobre este particular, y está resuelto a hacer toda clase de sacrificios para atraer a los extranjeros honrados y laboriosos, y procurar su establecimiento y radicación en nuestro privilegiado suelo”, apunta la circular referida en el trabajo académico.
Días antes de la realización de la entrevista al gobernador, un joven de veinte años, miembro de la comunidad, fue asesinado a balazos en la cima de uno de los cerros. Se presumen que fue llevado al sitio con engaños y acribillado de acuerdo con la lógica del ajuste de cuentas. Su rostro será uno de los que engalanen los altares de este año junto a “los abuelos”, exiliados de su tierra hace más de un siglo.

La Cuaresma y los verdaderos crucificados
En las fiestas del Coloso Bajo participan unas cuarenta personas, aunque esta cifra se alcanza principalmente durante la Cuaresma. Esta es la celebración más importante; en ella el barrio yaqui de Hermosillo hace más por la salud pública que las instituciones mexicanas.
Una de las características más notables de esta celebración se encuentra en la participación de la comunidad en un ritual que dura cuarenta y siete días. En este lapso, los jóvenes elaboran máscaras que serán utilizadas cuando se unan al viacrucis de la parroquia Inmaculado Corazón de María. Es un hecho inédito al tratarse de las fiestas yoemes, y uno de los elementos que distinguen a las comunidades de Hermosillo de las de los ocho pueblos que integran la nación yaqui originaria.
“Esto nos sirve porque durante los cuarenta y siete días que estamos aquí al joven le sirve como rehabilitación. Participan como fariseos, cabos, y muchos dejan las drogas y hay quienes ya no vuelven a ellas”, dijo a Ceiba el gobernador.
Durante la entrevista con el capitán, como también se llama al gobernador del barrio yoeme, se acercaron a observar sus hijos, que continúan con la tradición, pero también vecinos y transeúntes casuales, algunos de los cuales venían de algún cerro o se dirigían hacia allá. En dichos cerros hay toda una vida: hay casas, un altar a la Santa Muerte, puntos de reunión entre amigos, pero también puntos de venta de drogas.
Este año la policía municipal de Hermosillo ha desplegado múltiples operativos en la zona con la pretensión de inhibir la criminalidad. El más destacado se llevó a cabo el 10 de abril. La corporación envió a cien agentes en treinta unidades y veinte motocicletas, todos con chalecos balísticos y acompañados de dos perros y dos drones.
A partir de este despliegue de fuerza detuvieron a cuatro personas: una debido a que portaba un cuchillo, otra por traer un machete, otra por cargar veinte envoltorios con droga y otra más por circular en una motocicleta con reporte de robo.
La situación que motivó el operativo hace poco más de seis meses no era una excepción, sino la normalidad: detonaciones que se escuchan en todas direcciones, las mencionadas ejecuciones y toda una dinámica social y comercial anclada en el negocio de los estupefacientes. Es así que la paz llevada por las instituciones duró lo mismo que el operativo: unas cuantas horas.
El padre a cargo de la parroquia Inmaculado Corazón de María observa la situación que prevalece en el barrio a través del simbolismo propio de su culto, mismo que toma un lugar protagónico durante la Cuaresma. Se llama José Octavio Soto Munguía y afirma que es un honor para su iglesia el acompañamiento mutuo entre su comunidad y la de los yaquis.
Pero el entorno mueve otro tipo de reflexiones: el 18 de abril, justo al terminar el viacrucis, el párroco dedicó la representación de la pasión de Cristo a los “hermanos que muchas veces son crucificados en nuestra sociedad: los pobres, los marginados (…) Ellos siguen siendo crucificados”, dijo en entrevista.

Tolosanto en un nuevo hogar
La celebración yoeme en el Coloso Bajo refleja la historia de su desarraigo, provocado de manera intencional por el Gobierno mexicano. La fiesta de las ramadas, propia de comunidades yaquis de Hermosillo, igual que el resto de sus prácticas, se distingue de las tradiciones yoemes que se viven al interior de los ocho pueblos que conforman la nación yaqui.
Es decir, tras su vertiginosa historia y la decisión de sus antepasados de no retornar a los ocho pueblos, los modos de los yaquis del Coloso Bajo se han transformado y, con el tiempo, se distanciaron de la tradición.
Esto, en los hechos, también ha marcado una separación entre la Nación y los asentamientos, propagados no solo en Hermosillo, sino en gran parte del estado, incluyendo el cauce del Río Sonora. La consecuencia es que los gobiernos ancestrales yaquis no reconocen por completo la autenticidad de las prácticas de las comunidades que integran a la población mestiza.
El Día de Muertos, que al interior de los ocho pueblos se conoce como Tolosanto, no es la excepción: en el Coloso Bajo hay quienes ni siquiera conocen dicho vocablo, y sus ritos no son los mismos. El wakabaki, por ejemplo, que es un caldo de carne ancestral de los pueblos originarios del noroeste de México, puede no estar presente en las fiestas de los yaquis de Hermosillo, pero en la Nación es un elemento insustituible.
La violencia con la que el Gobierno de Porfirio Díaz arrancó a miles de yaquis de sus tierras, aquella que marcó la separación entre unos y otros originarios, no fue suficiente para deshacer el espíritu de quienes volvieron al norte para encontrar un nuevo hogar. Con dicho espíritu han logrado sobrevivir gracias a su capacidad para darle nuevo sentido a los elementos de la cosmovisión que todavía conservan.






