A través del testimonio de Miguel, Edgar, Socorro y de otros jóvenes de la Guardia Comunal de Ostula podemos acercarnos a la dura realidad de la violencia ejercida por el CJNG y las afectaciones a la salud mental que esto ocasiona. Afortunadamente la comunidad ha tomado algunas acciones para atender esta situación.
Fotografías: Heriberto Paredes
Michoacán, México.− Suena en su teléfono un corrido llamado Yo vengo de la nada. Con expresión seria se acerca Miguel hacia el micrófono y lo ajusta para poder empezar la grabación. Apaga la música y silencia el teléfono. “Al rato escuchamos otras rolas, ya sabes, algo bien”. De pronto, solo las chicharras rompen el silencio de la noche. Es posible adivinar algo de nerviosismo en sus movimientos, acerca su silla a la orilla de la mesa y se acomoda.
Hace ya una semana que nos vemos todos los días y recorremos distintas partes de la comunidad de Santa María Ostula, su hogar. Hemos platicado mucho sobre las principales afectaciones a la salud mental, particularmente entre los jóvenes que engrosan las filas de la Guardia Comunal, una institución de seguridad interna que defiende a la comunidad de los ataques del crimen organizado o de cualquier otra fuerza contraria que se presente.
A partir de 2021, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) ha intentado apoderarse de su territorio para obtener diversos beneficios, desde una mejor posición geoestratégica hasta permitir el avance de la minería. Con el uso de armas de grueso calibre y de explosivos lanzados por drones agrícolas, la organización criminal ha atacado diversos puntos limítrofes de Ostula. Esta violencia penetra la larga lucha que libra la comunidad para mantener la propiedad comunal de una parte importante de sus tierras, en disputa legal desde 2004. En los últimos veinte años, una generación completa de líderes comunales ha sido casi erradicada por completo y al menos dos generaciones de jóvenes se han sumado a las filas de la Guardia Comunal para hacer frente a los criminales y al despojo.
Miguel, a sus veinticinco años, ha representado a la comunidad en foros internacionales, es miembro del Consejo Comunal y, además de compartir responsabilidades políticas con el resto de las autoridades, ha recorrido cada rincón de la serranía, siempre en la primera línea de combate. Poco antes de que el CJNG comenzara con sus ataques, en 2020, tuvo la oportunidad de viajar a Europa como parte de una delegación del Congreso Nacional Indígena (CNI) en ocasión de una gira organizada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Ahí pudo compartir la lucha agraria de Ostula y comenzó a interesarse por llevar esta historia a cualquier foro posible o hacerlo a través de la Comisión de Comunicación interna.
Comenzamos la grabación. Mientras habla reposa firmemente sus manos en la orilla de la mesa: “Estaría muy bien si pudiéramos recibir algún tipo de apoyo de personas especialistas, sobre todo yo pienso que en traumas de guerra. Considero que nuestra salud mental dentro del contexto de autoridades y de Guardia, está muy dañada […] Por ejemplo, yo ahorita, me cuesta dormir, mis manos me están temblando, esa es la vida de nosotros. Todos son asesinatos, los que estamos atendiendo, situaciones de guerra en donde constantemente, por ejemplo, el caso de la Guardia Comunal, fácil, tres veces a la semana tienen enfrentamientos, son situaciones muy fuertes que se viven y los compañeros ahí se les va acumulando y hay muchos que no aguantan, pero por el dolor que sienten, en la noche ya no pueden dormir; cualquier cosita tienen miedo, un ruido, por ejemplo, en la noche, los compañeros están muy afectados”.

La grabación se extiende unos veinte minutos, cortamos algunas veces y retomamos con facilidad. Miguel tiene muy claro el mensaje que quiere transmitir y esta idea que ha tenido viene de una necesidad muy específica: atender a una generación joven –la suya– que no está trabajando en el campo o estudiando, ni trabajando en el turismo o disfrutando a su familia. Miguel habla de sus compañeros de lucha que rondan entre los dieciocho y los treinta años, todos hombres que llevan al menos un año recorriendo, vigilando las montañas que rodean a la comunidad, para que ningún criminal se meta a su territorio.
“A veces –relata un joven guardia que deja en el anonimato su identidad– caminamos de un extremo a otro de una parte de la sierra para llegar al punto, para cuidarlo. Salimos a las 3 de la mañana para llegar a las 6 hasta el punto, a pie, con nuestras armas, con los cargadores, las municiones, los chalecos y todavía llegar a pelear, a esquivar los drones que te van siguiendo. Esto es lo que vivimos”.
Caminar como estrategia de lucha. El que camina conoce los secretos de su territorio y con ello gana ventaja. El enemigo no conoce en dónde está parado. “Nosotros conocemos las brechas, los escondites, todo, y por eso sabemos que vamos a ganar”.
Como Miguel, se trata de jóvenes que tienen inquietudes, deseos y sueños, y al igual que él han defendido a su comunidad, que se desvelan eternamente o que tienen turnos exhaustivos en los puntos de control. En ese trabajo casi nunca se come bien o se duerme cómodamente, no se tienen muchos descansos y se carga mucho peso en las caminatas que se hacen a través de brechas cerradas por la maleza. El miedo les ataca de noche y de día, y a veces se les cuela en los recuerdos de sus amigos asesinados, en la memoria de los momentos felices o las bromas en los cambios de turno, cuando escuchan corridos, o en los grupos que se forman cuando hay un baile en la comunidad y pueden ir. Ahí va el miedo también.
“No vamos a permitir que esos criminales entren a nuestra comunidad y nos quiten la tranquilidad en la que vivimos, estamos defendiendo nuestras tierras y a nuestras familias y también luchamos con el ejemplo de nuestros amigos y compañeros que cayeron asesinados por ese mentado Cártel Jalisco Nueva Generación”, sentencia Miguel al terminar la grabación del mensaje que quiere mandar a redes de terapeutas que puedan solidarizarse.

El asedio
Ubicada en la región de la sierra-costa del estado de Michoacán, en el municipio de Aquila, delineada por una costa con una hermosa diversidad de playas y amplias tierras serranas, se erige la comunidad nahua de Santa María Ostula. Su territorio está delimitado al sureste por la comunidad vecina de Coire, al suroeste por la localidad mestiza de La Placita y al norte por una franja montañosa que la comunica con otras comunidades nahuas, como Huizontla y Coahuayula.
Su localización es codiciada por el gobierno estatal y el federal, pero en lo local es la organización criminal que la asedia, el CJNG, quien pretende establecer un corredor económico entre el puerto de Manzanillo y el de Lázaro Cárdenas, los más importantes del Pacífico mexicano y de los más relevantes en el continente americano. En el primero de estos, por ejemplo, la derrama económica en 2024, tan solo en el sector transporte, superó los 22 mil millones de pesos (unos 1,180 millones de dólares) y generó 10 mil empleos directos, según cifras oficiales, convirtiendo al complejo portuario en una de las generadores más grandes de ingresos del país.
También cobra importancia porque a través de estos puertos entran procedentes, principalmente de China, precursores químicos para la producción de drogas sintéticas, como el fentanilo y la metanfetamina. El tráfico de maderas preciosas y el traslado de minerales como el hierro y el oro son otros de los negocios que tuvieron auge con la presencia de los Caballeros Templarios –organización criminal con elementos religiosos que operaba en la región–. Tener en medio de este corredor a una comunidad que construye su autonomía y destina su territorio a la reproducción de su vida comunal campesina no está en el libreto del poder económico y político; por ello, además de sus expresiones legales, también opera una organización criminal que hace el trabajo sucio.
“Nuestra comunidad ha sido atacada por varias organizaciones criminales, en distintos momentos en los últimos veinte años, pero a partir de 2021 ha sido el Cártel Jalisco quien nos ha asediado constantemente. Vienen células y tratan de ingresar a nuestro territorio, usan drones para bombardear la parte norte de Ostula, han asesinado a comuneros y a guardias comunales”, explica Víctor, también miembro del Consejo Comunal y una de las personas con mayor experiencia en la conducción de la comunidad.
Echemos un vistazo al pasado y veamos qué ha ocurrido en estos veinte años en Ostula. En 2004 inicia una disputa en tribunales por el reconocimiento de la propiedad comunal de una gran franja ocupada por rancheros mestizos; tras cinco años de disputa legal, con un juicio amañado y con todo en contra, el 29 de junio de 2009, la comunidad decide recuperar 2,760 hectáreas de tierras que estaban siendo ocupadas por los habitantes de La Placita, sí, esos mismos rancheros.

Como respuesta a esta recuperación, los invasores usaron a los Caballeros Templarios como mercenarios, desatando así una ola de violencia nunca vista. La comunidad de Ostula fue escenario de una cacería selectiva en la que fueron asesinados los líderes comunitarios que eran los principales organizadores de dicha recuperación, así como algunos de sus hijos, incluyendo una niña menor de nueve años.
Las víctimas fueron comuneros que habían participado en la planificación de esta acción comunal de defensa del territorio, pero que también eran maestros, esposos, hijos, padres, hermanos, referentes políticos y éticos de una comunidad que se atrevió a desafiar y frenar los intereses que minas, empresas hoteleras, constructoras, gobiernos y delincuentes imponían a rajatabla.
Leo, un campesino que produce jamaica y maíz, papá de aquella niña, me cuenta lo que ocurrió a pesar de tener un nudo en la garganta y de que han pasado muchos años. El dolor está fresco, como si hubiera ocurrido ayer: “Esos Templarios estaban aquí mismo, a veces se ponían a disparar a lo loco y aquel día yo me fui como a medio día a revisar el riego de mi parcela, que no está muy lejos y escuché un balazo. Vino corriendo mi hijo y me dijo que le habían disparado a su hermanita Valentina, así, sin razón alguna. Yo vi a quien lo hizo, lo pude matar ahí mismo, pero lo que me importaba más era atender a mi hija y cuidar a mi familia. Nosotros no tenemos otros intereses más que la tierra y aquí vamos a seguir, aquí vamos a morir por la lucha si es necesario, vamos a defender nuestra tierra y nuestros derechos”. Este golpe a la comunidad se expresó en el dolor de las familias y en el dolor comunitario que permanece hasta ahora.
El periodo de ofensiva criminal acabó en febrero de 2014 gracias a la intervención de comuneros desplazados que organizaron un regreso a la comunidad acompañados de grupos de autodefensas que se habían levantado en armas en otras regiones de Michoacán. Entre Colegas nacionales e internacionales hemos escrito un amplio repertorio de trabajos periodísticos que han recreado estos años y las formas de lucha en las que la comunidad recuperó no solo su territorio, sino el control total de sus instituciones comunales, desde seguridad hasta la producción agrícola libre de extorsiones. Se logró construir una situación de calma en donde las personas desplazadas regresaron, y las que permanecían en sus casas comenzaron a salir a las calles sin miedo, volvieron las fiestas religiosas y las celebraciones familiares.
Sin embargo, las afectaciones en la salud mental de las familias de los comuneros que ya no están, los traumas de la gente que ha sufrido el miedo, la ansiedad y la incertidumbre no se fueron, permanecieron como solo lo hacen los fantasmas que deambulan por la noche.
A comienzos de 2021, la calma se rompió en el momento en que comenzaron a escucharse los rumores de que una nueva organización criminal se había establecido violentamente en el municipio vecino de Chinicuila. Si bien el CJNG ya era conocido nacionalmente y tenía una presencia abrumadora en el estado vecino de Colima y en otras regiones michoacanas, fue en este punto que las familias en Ostula empezaron nuevamente a sentir esa pequeña mala semilla que rápidamente creció para convertirse en una oleada de incertidumbre y desazón: dejó de ser un grupo lejano y pronto comenzaron los reportes de avistamientos de integrantes de esta organización en las cercanías de la comunidad, asediando como plaga.
Por otro lado, aparentemente separado del contexto michoacano, en el vecino estado de Colima, a poco más de una hora de distancia de Ostula, la misma organización criminal expulsó a otros grupos para eliminar la competencia y aumentó, durante toda una década, su presencia a través de la imposición de un régimen de extorsiones y desapariciones, de la venta de drogas y de los secuestros. Pasó de ser considerado, en 2010, uno de los estados mexicanos más seguros, a ser una suerte de fosa sin fin en el año 2020, luego de convertirse en una de las principales bases operativas y financieras que sostienen la guerra en Michoacán. Actualmente el municipio de Tecomán y la ciudad de Colima encabezan la lista de ciudades más peligrosas en el mundo, según el número de asesinatos por cada cien mil habitantes; y en México es el estado con mayor número de fosas clandestinas reportadas, con más de doscientas noventa hasta el cierre de este reportaje, según cifras de la propia Fiscalía estatal y la Plataforma Ciudadana de Fosas.

Ese es el estado en donde se encuentra el puerto de Manzanillo, que junto con el de Lázaro Cárdenas, en Michoacán, constituyen un corredor que para el actual Gobierno mexicano tiene una importancia estratégica. Por ello la presencia del CJNG para eliminar cualquier impedimento al desarrollo del capitalismo, algo que llamo, el gran negocio.
Tan solo para Ostula, el recuento de los daños y las ausencias es inaceptable: entre 2004, año en que comienza el juicio agrario en contra de la comunidad y 2024, cuando ocurre la última muerte registrada a manos del CJNG, la violencia organizada ha asesinado a cuarenta y dos comuneros (incluyendo a Valentina, de nueve años) y desaparecido a otros cinco. Es necesario tener este ejercicio de censo con otras comunidades, que hasta ahora siguen poniendo los muertos en la guerra de despojo que se libra en esta región.
Estos datos se quedan cortos ante la imposibilidad de mostrar el gran daño psicosocial ocasionado a las personas derivado de alguna de estas pérdidas o por el ejercicio de la defensa diaria del territorio, como es el caso de los guardias comunales o de las autoridades de la comunidad de Ostula, en donde mujeres y hombres arriesgan su vida por amor a su tierra.
“Para la Guardia y para la comunidad, cuando llegan a atacarnos, nuestro lema es que todos y todas somos policía comunitaria. Siempre lo hemos dicho, aunque sea con machete o con lo que tengamos a la mano”, me comenta el mismo guardia joven mientras pone una rola del Nata en su teléfono: Fue largo el camino y aún estoy de pie / Y en esta guerra que no hay que perder / Y aunque me quiebre por dentro / Yo con mi gente trato de quedar al cien / Aunque así no esté.
La música se ha convertido en una de las formas en las que se encuentra cierto consuelo, cierta manera de descansar o de desahogarse frente a la irascible historia que llevan cargando a hombros estos jóvenes que, más allá de un horizonte, se preocupan por sobrevivir y por ponerle fin a esta guerra en la que no habrá ganadores absolutos. En ambos bandos hay dolor y traumas, existe la necesidad de alejarse de todo esto y de volver a aquella vida en calma, que cada vez más es un sueño borroso. Es justamente en esta grieta de posible desesperanza que Ostula ha visto la necesidad de pedir apoyo para aprender a contarse una historia distinta sin perder la memoria y construir un camino de sanación colectiva.

La lucha por la salud mental comunitaria
Al menos desde 2018 las autoridades comenzaron a preocuparse por los efectos traumáticos que se fueron acumulando a partir de las pérdidas y las desapariciones, además de tomar en cuenta que la violencia podría desatarse en cualquier momento. Un grupo de terapeutas, algunos de ellos psicoanalistas, aunque con presencia de personas cuyo trabajo estaba basado en otras formas de pensamiento, el grupo Mamut, empezó a gestar la comunicación con las autoridades para proponer un trabajo terapéutico desde la cultura.
Con experiencia en atender algunos traumas ocasionados en zonas de guerra y conflictos armados en Centroamérica y motivado por el objetivo de construir una salud mental en la comunidad, este grupo estuvo trabajando constantemente a lo largo de tres años. Realizó viajes a Ostula en los que sus integrantes trataron de desarrollar algunas actividades para empezar a reflexionar sobre las causas del dolor y la violencia. Hubo torneos de ajedrez para jóvenes, elaboración de murales en colaboración con un colectivo de pintores de la comunidad p’urhépecha de Cherán, se organizaron bailes, se apoyó a la formación de un equipo femenil de fútbol soccer, hubo intentos por recuperar la lengua náhuatl y también se pudieron dar terapias específicas, tanto personales como colectivas.
Dos sesiones marcaron este trabajo: aquella en donde los guardias comunales se animaron a contar algunas de las historias que les causaban más dolor y más rabia y otra sesión en donde solo asistieron mujeres, entre quienes se encontraban algunas viudas, madres o hijas de los comuneros asesinados. El grupo Mamut, también compuesto por algunos exguerrilleros de México que habían experimentado en carne propia los sinsabores de la represión, logró mover algunas cosas, logró compartir reflexiones en torno a lo importante que es revalorizar la cultura propia para que a través de ella se puedan construir los cimientos de una salud mental para todas y todos a pesar del dolor de los recuerdos y los vacíos de quienes no están.
La falta de recursos y la edad o condición de salud de algunos integrantes del Mamut impidieron que sus visitas continuaran y con ello el trabajo de alguna manera se quedó relativamente trunco, porque su pausa coincidió, además, con la aparición en el campo de batalla del CJNG y la nueva ola de violencia que azota a la comunidad y a la región de la sierra-costa.
Sin embargo, frente a los constantes escenarios bélicos y de defensa en los que se mueven los guardias comunales y las autoridades de Ostula, las necesidades en salud mental aumentan. No es extraño estar en un círculo de jóvenes movilizados en el que las conversaciones giran siempre en torno a las acciones que tomaron para defender un punto estratégico o sobre cómo se libró la batalla, los logros que cada quien tuvo, mucho más cuando alguien alcanzó a grabar en su celular y se comparten los videos. “Vemos y volvemos a ver los videos o las fotos que tomamos porque eso nos calma un poco, mientras que nuestras familias están preocupadas entre nosotros nos calmamos así, viendo en primera fila la guerra y viendo su grabación”, me comparte Miguel en la larga entrevista que culmina con la grabación de su mensaje de auxilio.
El dolor y la guerra
María, terapeuta vinculada al proceso de prácticas narrativas, ha estado cercana a la comunidad desde hace algunos años. Explica que desde la perspectiva de su trabajo “consideramos que la manera en la cual alguien narra su historia tiene efectos en su capacidad de habitar la vida, en ese sentido no nos interesa que las personas solo narren historias, sino el qué se narra y cómo se narra. Tenemos claro que en el mundo que habitamos operan discursos dominantes, narrativas dominantes que tienen que ver con el sitio de enunciación, también dominante, que ha sido el del hombre blanco heterosexual capitalista del primer mundo. Entonces todas las narrativas, todos los relatos que no salen de esa narración dominante, los consideramos narrativas subordinadas, narrativas oprimidas y pues esas narrativas no son historias flotantes, son historias encarnadas en contextos concretos, en momentos históricos concretos, en geografías concretas, en poblaciones específicas”.

En Ostula, las prácticas narrativas se encontraron con relatos de dolor y vacío, pero en su enunciación incluían una cierta esperanza. Este es el punto de partida en el que María comienza a trabajar un proceso de escucha y de devolución de un nuevo relato a partir de las palabras de las personas. Si existen narraciones colectivas en Ostula, esas son aquellas que hablan de la muerte por defender el territorio y de la vida recia en donde todo se siente más, en donde las pasiones, gozos y enojos están a flor de piel.
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Tal es el relato de Edgar: “Entré a participar en la lucha de la comunidad desde los dieciséis años, ahorita tengo treinta y dos años cumplidos. Empecé a participar como escolta de un comandante de la Guardia Comunal, el pelotón de él era de dieciséis compañeros, yo era el más morro de todos, era un niño con revólver. Patrullábamos hasta La Cofradía, que no entrara ningún contrario por ese punto. Era el único que no dormía. Cuando ya todo estaba más tranquilo me regresé a mis clases y luego me formé como maestro y luego me fui a trabajar en la frontera norte”.
Edgar tiene la mitad de su vida al servicio de la comunidad de Ostula y de su familia. Ha pasado por varios de los cargos civiles de la comunidad, y en 2024 fue elegido jefe de Tenencia, cargo que dura un año, pero en su caso “se sintió como si hubieran sido cinco”. Mientras comemos unos tacos en una tarde soleada de domingo (por cierto, si vienen por acá él recomienda los tacos de pescado y de camarón, o los de carne asada), me cuenta algunas anécdotas de su participación en la defensa del territorio y a cada una le agrega una risa desbordada, como si todo fuera un juego o tuviera un revés chistoso que le hace reír naturalmente. Sin embargo, él y otras personas del Consejo Comunal, junto con el Comisariado de Bienes Comunales, vivieron un episodio nunca visto en la comunidad: el 3 de julio de 2024, siendo él mismo jefe de Tenencia, el CJNG atacó con explosivos lanzados con drones y con pelotones de más de cien elementos la parte norte de la comunidad.
“Se escuchaban los drones en el cielo –sigue Edgar su relato–, como zumbidos y por los radios nos prevenían de que teníamos que escondernos. Ahí entra el miedo, pero cuando tienes esa adrenalina escuchas hasta el más mínimo ruido. Me cayó un explosivo cuando me estaba acomodando mi chaleco y de milagro no me mató, me protegió la camioneta que tenía enfrente”.
Fue en ese ataque que cuenta Edgar donde nos volvimos amigos y donde, además de compartir el miedo y la adrenalina, ya en resguardo compartimos un taco de huevo y un vaso de refresco: “Son cobardones esos malandros, pero como vienen de a muchos hay que tenerles coraje para replegarlos. Pero son cobardes jajajaja”. Ha pasado un año desde esa experiencia, un recuerdo que se suma a otros, aunque hay uno en particular que le borra la sonrisa: lo que le pasó a un tío suyo, alguien muy querido y muy cercano:
“Mi tío Feliciano era joven, tenía como treinta años y yo diecisiete. Ya tiempo antes lo habían amenazado y hasta lo sacaron de algunos bailes. Fue en 2011. Aquel día que lo mataron también mataron al vecino porque al principio se confundieron de casa. Yo estaba con mi tío y me pidió que fuera a la tienda por unos refrescos. Fui y al regresar lo encontré todo balaceado, en el pecho y en la cabeza, con el tiro de gracia y yo con los chescos en la mano, jajaja”.
“Desde que nos empezaron a golpear –continúa Edgar– así andamos, con coraje, con dolor y con miedo”.
Como Edgar hay cientos de muchachos con historias cercanas y similares, anécdotas cargadas de humor y de tristeza simultáneamente. Generalmente se cuentan las grandes batallas, las hazañas y los momentos épicos, pero también el día a día, en el que el cuerpo adolorido coincide con la tristeza o la ansiedad y cuesta trabajo regresar al cerro.

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Socorro acompañó a Marichuy** en sus distintos recorridos por el país, llevaba con ella la historia de lucha de Ostula y la compartió tantas veces como fue necesario. A través de su voz fuerte y decidida, contó cómo la comunidad logró vencer a los Caballeros Templarios, cómo recuperó sus tierras y cómo Ostula estaba siempre alerta procurando el resguardo de su territorio, así como dice un letrero que está a la entrada de la comunidad: “En Ostula la lucha por la seguridad es permanente”.
Ella fue de las primeras mujeres que ocuparon cargos de dirección en la comunidad. Siempre sonriente, contrasta mucho el rostro serio. Ha perdido un hermano y ha ganado un vacío incurable: “Lo único que pido es justicia, porque mi hermano no estaba haciendo nada malo, estaba acompañando a su esposa a vender comida en una fiesta, si alguien se vengó es porque cuando fue jefe de Tenencia hizo bien su trabajo. Este dolor tan grande me llena de rabia y solo eso pido, justicia”. Llora discretamente Socorro mientras trata de contarme lo que ocurrió con su hermano Juan, a quien mataron a quemarropa el 14 de abril de 2023 en la comunidad vecina de Salitre de Estopila.
Algunos jóvenes originarios de Ostula que estaban en la fiesta atestiguaron lo ocurrido y, con todos sus testimonios, las autoridades de la comunidad y la Guardia Comunal pudieron darse una idea de quién fue el asesino y los motivos: meses atrás, aún como jefe de Tenencia, algunos guardias habían detenido a un señor que transportaba alrededor de dos toneladas de distintos tipos de narcóticos en su camioneta. El vehículo cruzó por una brecha de la comunidad y los guardias le frenaron el paso para ver quién era. Horas después, ya detenido el conductor y en presencia de Juan, este le tomó los datos y decidió que esa droga se destruiría y que el señor tenía que pasar unas semanas en la celda de castigo de Ostula. Al salir dos semanas después, el señor dijo que se vengaría y que pediría la ayuda de sus jefes, “patrones” del CJNG.
Aquella tarde de abril, Juan estaba con su esposa vendiendo mariscos en la fiesta cuando el asesino llegó con un fusil de asalto AK-47, un “cuerno de chivo”, y le vació la mitad de un cargador en la cabeza. El caos se desató y antes de que pudiera retomar los disparos, el pistolero tiró su arma encasquillada y salió corriendo para esconderse en el monte. Al cumplir su promesa, dejó un enorme vacío en la familia de Juan, en su esposa y en su hermana Socorro, en sus hijos, en sus amigos. También en la comunidad, ya que él siempre fue una persona activa en la lucha, parte de la Comisión de Comunicación y listo para participar en cualquier acción que se necesitara.

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Es necesario escuchar a esta generación joven que está en las líneas de defensa y combate para poder empezar un proceso de sanación. “Lo que decimos y hacemos desde las prácticas narrativas –me explica María en entrevista para Ceiba– son ejercicios de renarración de la vida en términos propios. Esto quiere decir que estas personas minorizadas y oprimidas, estas personas, estos grupos, estas comunidades, estos territorios periferizados a lo largo de la historia tienen la posibilidad y el contexto para enunciar en sus propias palabras, de hacer sentido de la vida, desde el presente y puede ser hacia el pasado, hacia la memoria, pero también hacia el futuro, hacia la imaginación. ¿Por qué son importantes estas formas de renarrar? Porque abren espacio para historias no suficientemente narradas en los términos propios de las personas que ponen su palabra, sus perspectivas de mundo ahí. Pueden, entonces, abrir otras posibilidades para estas poblaciones de habitarse de maneras más cercanas a lo que es importante o a lo que es preferido para ellas”.
María, desde su experiencia terapéutica y de acompañamiento considera que es una tarea indispensable, aunque de larga duración, el construir nuevos relatos a partir del ejercicio de contar, desde la propia voz de quien ha vivido algún hecho traumático. Para ella, además, es importante tomar en cuenta que no se trata de contextos nuevos, sino de la suma de procesos históricos: “Hablando de comunidades en donde se vive violencia social desde muchas perspectivas distintas, podríamos empezar a pensar desde la violencia colonial, pero también en las violencias posteriores a la Colonia, que en México se viven en términos de clasismo y de racismo, en la actualidad en términos de procesos extractivos que afectan y están dirigidos a ciertos territorios, que en general son comunidades originarias. Todas esas violencias y los resultados que conllevan son bastantes fuertes, por lo que pensar en narrativas alternas es urgente, las mismas que funcionarían para seguir apoyando las luchas y las vidas de las personas que están en resistencia.
Ante este panorama, María y otra terapeuta con quien trabaja han tenido la experiencia de desarrollar la metodología de las prácticas narrativas en una primera fase dedicada a escuchar a las mujeres que tienen algún familiar desaparecido o asesinado. Es el caso de la esposa de Juan, quien tras pasar mucho tiempo sin poder articular alguna palabra logró hablar de lo que vivió en el ataque a su esposo, de cómo se sentía y del daño que le había causado esta muerte. Lo contó ella misma, ella fue tejiendo su propia narración.
“Decimos que todas las personas, comunidades y territorios son expertas de sus propias vidas, las personas profesionistas no lo somos y, en este sentido, lo que hacen las prácticas narrativas es generar una tecnología de preguntas que pueden ser adaptadas en diversos contextos y que esto rellenaría de sentido estas preguntas y esto es lo que generaría el relato. Por eso una herramienta importante es la escucha, en el sentido de que escuchamos una historia problemática o de violencia, o una historia de trauma, o una historia de violencia social, como las que nos desbordan en la actualidad. Pero no solo escuchamos esta historia, sino también las habilidades, las herramientas, las intenciones, los valores, los deseos, los sueños, los propósitos y las esperanzas que todas las personas, comunidades y territorios ponen en marcha para enfrentar esas violencias sociales, para enfrentar esos contextos que podemos llamar traumas, pero que tienen que ver con contextos de violencia. La escucha es un momento importante, la tecnología de preguntas y otra herramienta importante es la documentación”, explica cuidadosamente María.
“Todo esto que he nombrado –finaliza–, tanto considerar que las personas son expertas de sus vidas como abrir espacios para la escucha y hacer preguntas relevantes que permitan visibilizar todas estas otras cosas que nombro, así como la documentación, todo esto está informado por un horizonte que me gusta llamarlo el horizonte de la dignidad”.

Sin embargo, parece que falta mucho camino por recorrer para lograr acercarse a este horizonte de dignidad. La vida en la defensa del territorio no es sencilla y menos si la comunidad y el entorno son constantemente atacados. Durante la elaboración de este reportaje, se cometieron alrededor de cinco episodios en los que el CJNG sobrevoló partes de la comunidad y descargó explosivos, así como el acercamiento de batallones de hasta doscientos elementos armados que atacaron casas y escuelas.
También faltan recursos económicos para sostener el trabajo de las personas que decidan acudir al llamado de la comunidad. Y falta tiempo y calma para poder emprender los procesos terapéuticos con las personas que lo requieran y decidan. Como todo en la batalla por defender la vida y el territorio, es una lucha diaria, de largo aliento.
Es por eso que Miguel trata de lanzar un mensaje apelando a la solidaridad.
“En el caso de los guardias y los consejeros –sigue el mensaje grabado–, los compañeros están muy afectados. Yo que soy consejero, en lo personal me ha tocado identificar los cuerpos de los compañeros, muchas veces para que la familia no cargue con ese trauma. Se les aconseja que ya no vean los cuerpos y que se queden con un recuerdo de su familiar de cuando eran felices y no de cómo quedan, porque en su mayoría los dejan sin cabeza. Pero considera la comunidad que también tenemos derecho a una vida digna, a una salud mental buena y es por eso el grito de apoyo, de auxilio, por si hubiese personas solidarias que nos ayudaran a llevar este tema, porque es complicado para nosotros llevar toda esta situación”.
Se acaba la grabación, Miguel se levanta de la silla, toma agua y saca de nuevo su teléfono del que sale la voz de Chalino Sánchez: Voy a jugarme un albur / Con una baraja de oro / Que si lo gano ya estuvo / Y si lo pierdo ni modo / Porque yo soy de los hombres / Que cuando pierdo no lloro. “Ya me tengo que ir, me toca turno en el punto de vigilancia, mañana nos vemos si todo sale bien”.

**María de Jesús Patricio o Marichuy es una mujer nahua, originaria del sur de Jalisco. En octubre de 2017 fue elegida en asamblea del Congreso Nacional Indígena (CNI) para ser la vocera del Consejo Indígena de Gobierno (CIG), un cuerpo colegiado integrado por más de cien personas, representantes de los pueblos originarios de México. Como las leyes mexicanas impiden que se registre una colectividad como opción para ser electa en las votaciones presidenciales (y en cualquier otra votación), quien se registraría como candidata a la presidencia sería su vocera. Siendo la primera mujer indígena precandidata a la presidencia de México, a Marichuy se le negó el registro final alegando falta de firmas y no haber cumplido ciertos requisitos, es decir, pretextos que reafirman el carácter racista del sistema electoral y político mexicano.





