Documentos desclasificados que fueron verificados por Ceiba dan cuenta del espionaje en contra del escritor Luis González de Alba. Su lucha por una “izquierda civilizada” y su apoyo a las poblaciones que viven con VIH son el legado de un autor que cuestionó todo en su vida, hasta quedarse sin aliento y sin su libertad.
Fotografías: Ricardo Balderas, Repositorio Digital del Archivo General de la Nación
Ciudad de México. –Tal como lo escribió el propio Luis González de Alba en su obra Los días y los años, “En la vida del revolucionario, la cárcel es un accidente de trabajo”. Así comienza este relato, en una prisión, quizás la de más historia del país, Lecumberri. Aquel “Palacio Negro”, como se le llamó a esta cárcel construida durante el Gobierno de Porfirio Díaz en México, ahora no lo es más. Es un recinto que resguarda la memoria, mucha de ella aún viva, de los momentos más lúcidos y crepusculares del México moderno. Me refiero a los archivos del periodo de la represión, en resguardo del Archivo General de la Nación (AGN), aquellos que fueron recabados de manera ilegal por el Estado mexicano durante la presidencia de Gustavo Díaz Ordaz.
Ahí, entre cajas y fojas, yace parte de la biografía secreta y en cierta medida involuntaria de Luis González de Alba. Un líder estudiantil convertido en escritor, un militante incómodo para el poder, un intelectual que vivió en carne propia la etapa más agresiva de la epidemia de sida, misma en la que se descubrió portador de un virus que marcaría no solo su salud, sino también su lugar en la historia de las disidencias mexicanas.
Los documentos oficiales de la extinta Dirección Federal de Seguridad (DFS), el aparato represor y paramilitar diseñado por el PRI –algo así como la CIA mexicana–, apenas mencionan su nombre. Pero, lo poco es suficiente para confirmar que las autoridades consideraron su existencia como un riesgo que debía ser vigilado por su capacidad de articulación con el sector cultural.
La otra parte de su vida, la enfermedad, la intimidad, la lucha personal contra el VIH, quedó fuera de los legajos, pero incrustados en sus “últimos tequilas”. Eso pertenece a su historia pública, a sus relatos como activista, a referencias posteriores que reconstruyeron un fragmento de su historia, muchas veces negado.
Lo cierto es que tanto el Estado como su militancia en las izquierdas mexicanas y la condición de seropositvo lo marcaron, cada uno a su manera.
Luis, sus días y sus años: Lecumberri y la DFS
El escritor Luis González tenía algo que siempre irritó a los gobiernos (a veces hasta a sus allegados): una claridad política que no buscaba esconderse. Desde 1968, su nombre recorrió los pasillos clandestinos del poder, en los recovecos de la DFS. No fue por poseer poder, ni por su militancia armada, sino por una palabra que, en México, debido a su influencia norteamericana, siempre desató miedos y suspicacias: la izquierda.
La DFS levantó fichas de miles de personas, pero pocas revelan una continuidad tan precisa como las que siguieron a los jóvenes del Consejo Nacional de Huelga (CNH) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) durante la década de los setenta. Muchos de sus integrantes resultaron presos políticos.
Luis González sobrevivió al encierro y al desgaste físico que provocó la prisión, pero también a la minuciosidad de un aparato de espionaje que lo observó desde antes de su captura y continuó registrando cada movimiento. Ya libre, el escritor comenzó una vida que nunca se distanció totalmente del vértigo. La política, la ciencia, la sexualidad y la escritura convivieron como cuatro vértebras de un mismo cuerpo expresivo.
Fue en esa complejidad donde, años después, irrumpió el VIH. Su diagnóstico no fue difundido públicamente en vida, pero distintas fuentes, como el escritor Héctor Águilar Camín, lo hicieron, y su activismo en vida a favor de las personas seropositivas lo confirma.

Otras vidas, otros virus
En gran medida, gracias a su visión y gestión, Luis González de Alba fue pieza clave en la creación y consolidación de la Fundación Mexicana para la Lucha contra el Sida, una organización que marcó un hito en la respuesta social al VIH/sida en México. En un contexto marcado por el estigma y la exclusión, la Fundación ofreció espacios de apoyo emocional, información clara, pruebas de detección y orientación para quienes vivían con VIH, luchando contra la percepción de la enfermedad como una “sentencia de muerte” y visibilizándola como un problema que podía afectar a cualquiera.
Su activismo, además, trascendió la salud pública: se insertó en un movimiento más amplio de visibilización LGBT+, impulsando derechos y reconocimiento social para las personas seropositivas y rompiendo prejuicios sociales profundamente arraigados. Por ello, muchos lo recuerdan no solo como escritor y testigo del movimiento estudiantil de 1968, sino también como un pionero que impulsó un cambio cultural profundo frente al VIH en el país.
En la narrativa latinoamericana, el VIH se convirtió en un territorio de lucha principalmente para los movimientos de izquierda. Además de Luis González y Néstor Perlongher, escritor e intelectual argentino que dedicó su vida a la defensa de los derechos LGBT+ y altamente reconocido por sus reflexiones poéticas sobre el deseo. A principios de los años setenta, que Néstor comenzó a militar en el Partido Obrero, fue rechazado porque en aquel entonces la militancia no aceptaba homosexuales. Sin embargo, tras el rechazo de los movimientos políticos, encontró su lugar en la izquierda homosexual cuando se acercó al Frente de Liberación Homosexual, donde conoció a otros intelectuales y activistas. Entre ellos, el escritor Manuel Puig y el sociólogo Juan José Sebreli. Con ello comenzó con su trayectoria como defensor de los derechos de la diversidad.
Otros autores transformaron su diagnóstico en una herramienta de resistencia. Lucas Gutiérrez, en Argentina, recurrió al formato gráfico para contar su experiencia. Su historia no solo habla de intimidad, sino de educación pública. Lo que hace es volver visible un virus que muchos países todavía prefieren ocultar.
En Chile, la vida de Carolina del Real abrió otra ventana hacia la experiencia del VIH en un país marcado por las desigualdades. Su testimonio combinó enfermedad, empoderamiento y una crítica abierta al sistema de salud. Aunque no provenía directamente de la militancia política, su activismo se conectó con la larga tradición de luchas sociales impulsadas por mujeres y diversidades en el Cono Sur. Su decisión de hablar públicamente del virus cuestionó la narrativa que asocia el VIH con la vergüenza, un gesto político en sí mismo.
Las historias de estas personas dialogan entre sí, no por compartir origen, sino por ser parte de una región donde la enfermedad se convirtió en un espejo social. La izquierda latinoamericana aprendió a reconocer el VIH no solo como un asunto médico, sino como un síntoma de desigualdad, silencio y violencia. Cada testimonio, desde los poetas argentinos hasta las activistas chilenas, completa un rompecabezas donde también cabe la experiencia mexicana.

Hacia una izquierda civilizada
Luis González de Alba vivió un país distinto al de sus contemporáneos del Cono Sur, pero todos enfrentaron sociedades que vigilaban cuerpos, ideas y sexualidades. En su caso, la vigilancia estatal quedó documentada; en los otros, se manifestó como estigma, como persecución, como indiferencia. La epidemia del sida no solo mató personas: obligó a la izquierda cultural latinoamericana a repensar sus propias limitaciones y prejuicios.
Hoy, volver a Luis es un ejercicio de memoria imprescindible. Él fue un intelectual que vivió bajo sospecha política y bajo una enfermedad cargada de estigma. Fue un disidente que terminó vigilado por un Estado temeroso, pero también por una sociedad que tardó décadas en comprender que el VIH no era un castigo, sino un desafío colectivo. En ese cruce se encuentra su legado: entre la libertad que buscó desde joven y la fragilidad que lo acompañó en la madurez.
Recordarlo es también recordar a quienes compartieron su destino a miles de kilómetros. Gente que escribió, militó, enseñó, se enamoró y murió mientras cargaba un virus que puso a prueba a todo un continente. La memoria del VIH en América Latina no debe ser una nota al pie: es parte central de la historia de nuestras izquierdas, de nuestros cuerpos y de nuestras luchas por un futuro menos vigilado, menos temeroso y menos injusto. Quizá por eso Luis González de Alba escribió su encierro como si fuera una manera de ordenar el mundo y en su última publicación expresó: “No me abandones, Salmo de David”.
En los postreros años de su vida, Luis González de Alba habló de la necesidad de construir “una izquierda civilizada”, una idea que, más que una consigna, era una crítica directa tanto al Estado que lo había perseguido como a las propias izquierdas que, en ocasiones, replicaban dogmas sin autocrítica. Sus experiencias no le permitían idealizar a nadie: conocía de primera mano el rostro del poder que fichaba, vigilaba y castigaba, pero también el de los movimientos que, atrapados en su rigidez ideológica, fueron incapaces de enfrentar con seriedad problemas que exigían empatía y ciencia, como la epidemia de VIH. Esa aspiración adquiere un sentido aún más profundo cuando se observa cómo su vida quedó marcada por dos vulnerabilidades que nunca coincidieron en la agenda del Estado: la represión política y la indiferencia frente al VIH.





